Poemario Profesión de Fe
Abandonarse a las formas
hacerse símbolo, mimetismo del aire
posarse en el erotismo de lo sagrado
moverse en la liviandad de los siglos
asirse a la simetría de lo ingrávido.
Seudónimo de viejos monjes
no le preocupa lo efímero
porque al juntar sus manos
es en sí misma la fe.
La mantis
como la luz de Reverón
no es más que otra forma de la perfección.
En lo alto de un pájaro
se dilata el aire, traspasándose a sí mismo.
Cruje el maderamen en la boca abierta de la eternidad
brilla la tarde en su lento giro
ascendiendo con sus huesos celestes
hasta la pupila de aquel pájaro.
Y se va recogiendo uno a uno el canto
para hacerse memoria nocturna
de la mujer que empuja el pedal
del hombre que amansa la piedra.
Hombre y mujer saben que nunca les faltará el alba
si con ellos dos bastara para hacerse esféricos y constelados
en lo alto de un pájaro
Puedo decir, quiero decir
que mi padre fue un hombre iluminado.
Solía sentarse cada semana santa junto a la radio
y con los ojos cerrados seguía en voz no tan alta
el sermón de las siete palabras
nada parecía inmutarlo.
Ordenaba con estricta mística
cada fruta del mesón según maduraban
como cada extraño objeto de su habitación
a la que nadie entraba.
Mi padre, el que nunca levantó ni la mano, ni la voz
del que no conocí ni el insulto ni la caricia.
Mi padre, con la paz que el sol derrama sobre la tapia
le hizo morada a la muerte
brindó con abundancia, secos tragos de ron
por cada escalón de su agonía
y cuando vio encenderse la lengua de fuego sobre su cabeza
ajustó por última vez su reloj.
Mi padre fue un iluminado, por eso
tuvimos que velarlo en dos salones,
fue hermoso verlas con sus rostros tristes
ahogando el suspiro por aquel hombre que las amó.
Puedo decir, quiero decir
que más amó a mi madre
pues entregó su cuerpo a las flores un segundo domingo de mayo
y le dejó sobre la tierra removida
la ternura de su silencio.
A Hernán Atencio por enseñarme que las águilas,
los zamuros y los enamorados vuelan por placer.
Puedo decir, quiero decir
que mi padre fue un hombre iluminado.
Solía sentarse cada semana santa junto a la radio
y con los ojos cerrados seguía en voz no tan alta
el sermón de las siete palabras
nada parecía inmutarlo.
Ordenaba con estricta mística
cada fruta del mesón según maduraban
como cada extraño objeto de su habitación
a la que nadie entraba.
Mi padre, el que nunca levantó ni la mano, ni la voz
del que no conocí ni el insulto ni la caricia.
Mi padre, con la paz que el sol derrama sobre la tapia
le hizo morada a la muerte
brindó con abundancia, secos tragos de ron
por cada escalón de su agonía
y cuando vio encenderse la lengua de fuego sobre su cabeza
ajustó por última vez su reloj.
Mi padre fue un iluminado, por eso
tuvimos que velarlo en dos salones,
fue hermoso verlas con sus rostros tristes
ahogando el suspiro por aquel hombre que las amó.
Puedo decir, quiero decir
que más amó a mi madre
pues entregó su cuerpo a las flores un segundo domingo de mayo
y le dejó sobre la tierra removida
la ternura de su silencio.
La mujer lleva por sombra una serpiente
va tras el desangrado fruto
aún palpitante en el pecho del primer hombre.
Entre el bien y el mal
juega un dios expulsado de aquel paraíso
nacido al filo del primer bocado.
Te negaré una vez
y serás lo indecible, lo inexistente.
Te negaré dos veces
y el alba se hará una afiladísima espuela.
Te negaré tres veces
para entonces habré sido
el gallo que hizo elegías
de tu nombre.
Mientras el hombre se empeña
en domesticar galaxias
parcelar a golpe de sangre la franja mediterránea
ganar la copa Libertadores
o llevar el pan que amorosamente
callará el hambre de sus hijos
yo sigo aquí…
…viendo girar este L.P de Chavela Vargas
con la terca rotación
que hace mi corazón sobre tu eje imaginario.
A Anastasia Candre Yamacuri,
tejedora inagotable de selva y palabra.
Apareció una mañana vestida en cortezas coloridas de yanchama.
Colmillos de jaguar iluminaban su pecho, y un pájaro que la confundió con la tierra había batido sus alas para coronarla.
Hija de tigre cananguchal, sangre huitota y ocaina fluyen en los ríos bravos de sus venas.
Fatiku es su nombre de selva, pero también se llama coca, ají, yuca y tabaco. Yo la pronuncio como semilla, saber y sanación.
Llora la tierra condenada, la lengua agónica que olvidará pronunciar “Eirogi”, útero de todo lo creado.
Hermana amazónica, no todo fue devastado. La sangre hizo fértil la chagra. Dentro de ti se levanta una legión de ancestros, una sola llama que nos dará el canto de mil pájaros de fuego.
¡Cahuana! ¡Cahuana! Palabra renacida, poderoso espíritu de la maloka donde el yagé se hace aliento y soplo de la nueva cuna que verá ponerse de pie a tus dioses para hablarnos del primer verbo, del cómo fue y cómo será.
Fatiku, hermana, de tu cuenco úngeme con sangre de drago y aceites de copaíba, sóplame ríos y selvas, enséñame el Yuaki Muina-Murui, como la mañana que llegaste cantando el ritual de frutas.
¿No lo sabes hermana? Cada vez que cantes, el remo volverá al agua, la tierra triunfará sobre el cuchillo y el fusil.
Entonces, veremos al dios blanco inclinarse ante el corazón del jaguar que enciende la punta de la flecha.
A mi padre, in memoriam
Sucede que en una tarde cualquiera
el viejo árbol se despoja de los pájaros
cierra sus hojas y echa sus raíces al viento
Sucede que a veces también soy pájaro
despojado de nubes
Sucede como hoy que duele la tierra
donde fuimos árbol y canto.
En los paisajes que llevan mi nombre
no existieron serpientes ni manzanos
tampoco precisé de una costilla para ser
admito que nunca aprendí
los buenos modales de las hojas de parra.
Quizás porque vengo de la misma herida de la carne y la tierra.
Tierra, con la que amaso mi propio paraíso.
Tierra donde me hago de un único y largo soplido.
Tierra de donde un dios ha sido expulsado y condenado
a ver sus sentencias perdidas entre los laberintos
de su solitario universo.
Abro mi boca
para recibir la tuya
con la misma devoción
de quien recibe la primera comunión.
En homenaje a la fotografía de una cala
que un día me regaló Eduardo Viloria.
Canto a una cala (anturio de montaña)
Todo el universo cabe en tu párpado albino
eres la boca que canta lo que la tierra
no se atreve a decir.
Ombligo lácteo de donde salen todas las estrellas
vigías de amantes y refugiados.
Eres la copa que alza Perséfones al reino negado
donde beben astros y seres de la noche.
En ti, se recoge la neblina de mis páramos
para venir a estas manos como un pequeño palomo
astrolabio de la memoria.
Como la mansedumbre de la flor tardía al pie del sauce
duele también
la ceguera del hombre
que arroja sus monedas de sal
sobre las llagas
de mi mano extendida.